21 de diciembre de 2009

Sin Titulo

Ver el paisaje reflejado en sus pupilas se le hacía más ameno. No podía esperar a estar con ella en donde había ocurrido su tan lejana infancia.
Llegaron a Retiro cerca del mediodía y a El Palomar, una hora más tarde.
Luego de 17 años de no recorrer aquellas calles, temía perderse, pero nada había cambiado.
En cada esquina, él, la tomaba de la mano, meditaba en silencio observando las 3, o tal vez 4 alternativas, luego señalaba con la mirada hacia alguna dirección, tiraba fuertemente de su brazo y luego la volvía a soltar, ella lo seguía a cada paso.
El despiadado sol de enero consiguió cansarlo, desprendió sus brazos de los bolsos en una vereda que le pareció familiar, como todas las otras, solo que esta vez estaba cansado.
Ella se sentó a su lado, y también agotada le confesó estar sedienta.
Él recordó haber pasado por un almacén hacía pocas cuadras. Se incorporo de un salto y le pidió que lo esperara ahí, que no tardaría más de 10 minutos.
Unos pocos minutos después de pasadas 2 horas, cargo los bolsos y salió en su búsqueda.
No lo volvió a encontrar, tampoco encontró aquel almacén.
Olvidó lo que era un almacén y también su propio nombre. Jamás recordó que traía unos bolsos ni donde los había dejado. Olvidó que tendría frio el próximo invierno y recostada en alguna vereda empapada de Julio, el paisaje se reflejo en sus pupilas por última vez.

20 de diciembre de 2009

Páginas en Blanco

Insoportable sentimiento el que me invade al reconocerme escribiendo y luego borrando cada una de las líneas que comienzo. Extraña sensación la que me envuelve al descubrir que estas líneas, que solo son un rastro, una mueca, de lo que podrían haber logrado ser, continúan dándose manifiesto ante mi absurda mirada, y que aun, en infame comportamiento burlón, siguen presumiendo su persistencia en una hoja carente de memoria.
Si bien no es culpa… tanto se le parece este sentimiento a la misma, que merecería ser llamado de igual manera. Tan doliente es el destierro del indefenso brote filosófico, que golpea en mí la culpa del deceso de aquel interrogante defectuoso, que por su anatomía incompleta, no logró seducir a este verdugo, que tan confundido se encuentra al comprender su propia naturaleza.

10 de diciembre de 2009

El Libro Negro

Me pidió que tomara de la biblioteca el libro que quiera y me llamó la atención que, entre tantos, uno no tuviese su nombre, ni el del autor, en el lomo. Con resignación lo tomé.
Durante días, olvidé completamente que lo llevaba conmigo. No fue hasta que, en un truncado intento de sacar mi cuaderno de la mochila, me topé con la distintiva trama de su cubierta de cuero. Lo abrí al azar, rogando encontrarme con las líneas que me convencieran de comenzar inmediatamente la lectura. Pero no fue así. En la página 114, se leía:

“No me sentí cómodo con la idea de pasar casi toda la tarde de un sábado debatiendo sobre aquel libro, sin embargo la acompañé. No abrí la boca en toda la tarde, no quería que descubrieran que no era de mis lecturas favoritas. Todos se mostraban muy entusiasmados por exponer sus puntos de vista, yo me limité a ocultarme tras una timidez afectada. Terminado el encuentro, nos quedamos unos minutos más, por insistencia del anfitrión. Y, luego de una extensa charla, llegó el momento de confesar.
–No soy devoto de la literatura fantástica –le dije, a lo que me propuso:
–Para el próximo encuentro ¿qué te parece si vos elegís la novela?
–Ése es otro inconveniente –agregué –, no he leído muchas novelas, y, de las pocas que leí, no me atrevería a proponer ninguna.
–Está bien. Hagamos una cosa, en aquel mueble están las novelas, elegí una, la leés, y la semana que viene me contás cómo te fue. Si te gustó, la usamos para el próximo debate.
Recorrí la biblioteca con la mirada y me detuve en un libro de cuero negro, sin rotular.”


Interrumpí bruscamente la lectura. Fue frustrante advertir que se trataba de literatura fantástica.